
Hasta el final los Carpentier vivieron en el segundo piso de este distinguido inmueble, no lejos de la Embajada de Cuba. Lilia, su esposa, nos invita a cenar ritualmente, casi todos los miércoles, con otros amigos comunes: Antonio Saura, Xavier Valls (padre del que fue primer ministro, Manuel Valls), Roberto Fernández Retamar, Jorge Enrique Adium y Marta Arjona.
El término llegó para él en la madrugada del 24 de abril 1980. Si bien lo recuerdo, era jueves aquel día, y aún el lunes presidía la Semana de la Cultura Cubana en la Unesco.
Allí estaba, tumbado en el salón de retratos de Fidel y el Che, el hurgador de lo real maravilloso, de la historia latinoamericana entroncada con la europea, el musicólogo y el político radicalmente pegado a la Revolución cubana que había devuelto su dignidad al idioma español. Sin embargo, dejaba una vida frustrada: «Habiendo sido músico, íntimo de muchos directores de orquesta, colaborador de Milhaud y Varèse, amigo de Francis Poulenc y de Stravinsky, como todos ellos nunca fui capaz de bailar medianamente. Así que, ¿el hombre que me gustaría haber sido? ¡Fred Astaire!».