Cuando Miguel de Unamuno vuelve a París en 1924, busca en vano el hotel en que se albergó treinta y cinco años atrás, pues no ha traído sus cuadernillos de viaje en los que lo anotaba todo. Sólo recuerda que veía la columna mientras escribía su diario de viaje con «una pluma – punzón acanalado – más bien de cristal» que compró en le Exposición Universal. Sin embargo, lo que más le duele es pensar que París resbala en él:
«No encuentro al que fui, y mucho menos el que pude haber sido. ¿Es que de veras pasé por París? ¿Es que París pasó por mí? […] Fui a la Plaza Vendôme y no me encontré; no encontré, errando por allí, la sombra de mi espíritu de los veinticinco años, no encontré al que fui y mucho menos al que podría haber sido si hubiese venido acá en parisería. Es, pues, ahora la primera vez que vengo a París, y la austera Plaza Vendôme, tan recogida y tan regular, no me suscita ensueños de adolescencia».
(O. C. E., VIII, 605-606)