El Bus Palladium fue uno de los lugares donde Jorge Edwards y sus amigos se divertían bailando durante la alta noche de París, porque no todo iba a ser cafés, tertulias y librerías:
«Surgió de la nada el Bus Palladium, un enorme galpón oscuro situado en la subida de Montparnasse, donde fui más de una vez en compañía de Enrique Lihn, de Gatón Soublette, entonces agregado cultural de la embajada, de Martine Barat, ciudadana egregia de Montparnasse y del Barrio Latino, de Maritza Gligo, que era, por encima de cualquier cosa, musa, y que tenía una cuerda completamente insuperable, a bailar en forma descoyuntada, desaforada, hasta muy altas horas de la noche» (Adiós, poeta, p. 138).
Quizá de ahí vienen los recuerdos de Vargas Llosa sobre el joven Edwards:
»Jorge Edwards era un joven tímido, educadísimo y tan futre un pije, dicen los chilenos que daba la impresión de conservar el saco y la corbata hasta en el excusado y la cama. Había que intimar mucho con él para tirarle la lengua y descubrir lo mucho que había leído, su buen humor, la sutileza de su inteligencia y su inconmensurable pasión literaria. Sin embargo, de pronto, en el lugar menos aparente y dos whiskies mediante, se trepaba a una mesa e interpretaba una danza hindú de su invención, elaboradísima y frenética, en la que movía a la vez manos, pies, ojos, orejas, nariz y, estoy seguro, otras cosas más. Después, no se acordaba de nada. Pablo Neruda, que le tenía mucho aprecio y le pronosticaba un gran porvenir literario, juraba que, una vez, él y Matilde habían entrado a una sala de fiestas mal afamada, en Valparaíso, y que, petrificados de sorpresa, descubrieron a Jorge Edwards, el exalumno jesuita, el joven modelo, ¿haciendo qué? Trepado en un balcón y arengando así a la concurrencia:
¡Basta de hipocresías! ¡Empelotémonos todos! Él lo niega, pero yo meto mis manos al fuego de que, en su juventud, Jorge fue capaz de eso y de espectáculos aun más excesivos».
(Mario Vargas Llosa: «Jorge Edwards, cronista de su tiempo» en Letras Libres # 132, septiembre 2012).