Goya en su exilio
En junio de 1824, con 78 años de edad, Goya decide abandonar España temeroso de la saña con que Fernando VII persigue a los liberales. El artista pidió permiso al monarca para tomar las aguas en el balneario de Plombières, lo que le permitió conservar su paga oficial, pero se dirigió a Burdeos.
Apenas llegado a esta ciudad, el pintor se propone ir a París desoyendo a las personas de su entorno que le aconsejan prudencia para con su salud. Pero, dada su gran curiosidad, no sorprenden sus prisas por encontrarse con otros artistas o por visitar el salón de 1824 para admirar Les Massacres de Scio, la obra maestra de Delacroix.
En la capital francesa Goya encontraría muy probablemente a José María Cardano, el impresor de sus célebres series de grabados Los caprichos y Los Desastres, y frecuentó al riquísimo refugiado liberal Joaquín Ferrer, con quien discutiría la posibilidad de realizar una serie litográfica sobre la tauromaquia, proyecto que pudo reorientarse hacia una serie de dibujos de costumbres observadas en Burdeos y París, a la manera de «caprichos» franceses. Los álbumes G y H, conocidos como «los álbumes de Burdeos», que ejecutó con lápices negros muy grasos utilizados en litografía, muy significativos y de gran variedad temática, pudieron ser el resultado.
Tras su regreso de París, Goya ya no se moverá de Burdeos —a excepción de dos viajes que realizará a Madrid para arreglar asuntos económicos en la corte—, ciudad en la que moriría cuatro años después a los 82 años. Aquí llevaría una vida familiar en compañía de Leocadia Weiss, la cultivada mujer que ya había estado viviendo con él en la Quinta del Sordo tras separarse de su marido, y los hijos de ésta, Guillermo, que se emanciparía muy pronto, y Rosario Weiss.
Con una exigente sociedad de comerciantes y armadores integrada por protestantes, judíos, católicos y negociantes del mundo entero, Burdeos era en 1924 una villa casi tan importante como Madrid. En la misma estaba de moda entonces la miniatura en pointillé sobre marfil, y que Goya también la practicara demuestra que mantenía los ojos muy abiertos sobre lo que se hacía a su alrededor y echa por tierra la idea de un Goya apartado de todo desde su marcha de Madrid.
El artista volvería a recurrir a su entorno más cercano para llevar a cabo sus muy venerados Toros de Burdeos, una serie litográfica de cuatro planchas y una quinta que nunca se imprimió que constituyen un conjunto excepcional e innovador en su género y que Goya realizó con un gran maestro en la materia, Cyprien Gaulon. (No es extraño que al pintor le interesara tanto la litografía, ya que le permitía dibujar directamente sobre la piedra la violencia y el dinamismo de una corrida de toros con los lápices de grasa a los que era tan aficionado, mientras que la técnica del grabado obliga a seguir de manera municiosa distintas etapas, algo que debía impacientar a nuestro impulsivo artista).
Toda la obra de los últimos años de Goya está marcada por una negritud también presente de manera inequívoca en la docena de sorprendentes retratos que realizó durante su etapa bordelesa, algunos de los cuales tienen un aire inacabado y expresionista avant l’heure como el de Joaquín Ferrer, el del banquero Juan de Muguiro, el de su gran amigo Moratín o el de su nieto Mariano, un prodigio de sensibilidad.
Pero es con La Lechera de Burdeos con la que la leyenda del artista trasciende la Historia. Más allá de su carácter innovador, esta pintura se desmarca de todas las demás por el optimismo de su colorido y el tema juvenil de una lechera a lomos de un burro, lo que ha incitado a algunos autores a vincular la modelo, e incluso su autoría, a Rosario Weiss, supuesta hija de Goya. En todo caso, esta misteriosa obra anunciadora de un crepúsculo, la más conocida y ensalzada de nuestro genio, fue ejecutada en los últimos meses que le quedarían de vida en Burdeos.