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Las huellas de la cultura en español

Quai de l'Horloge

Residencia con Alberti
Quai de l'Horloge 31 | 75001 |

Neruda desembarcó en París luego de verse obligado a cesar sus funciones de cónsul chileno en Madrid, a comienzos de la guerra civil española. Su cambio de posición había sido radical, a partir del asesinato de García Lorca, lo que terminaría siendo incompatible con su representación diplomática. En París tomó junto a su mujer, Delia del Carril, este apartamento en el Quai de l’Horloge, el cual compartieron con Rafael Alberti y su mujer María Teresa León. Alberti era su gran cómplice, primer poeta español en leer en calidad de manuscrito Residencia en la tierra, y se convirtió en un verdadero divulgador, en España, de la dimensión reveladora y radical que contenía el mítico libro.

«Llegamos a París. Tomamos un departamento con Rafael Alberti y María Teresa León, su mujer en el Quai de l’Horloge, un barrio quieto y maravilloso. Frente a nosotros veía el Pont Neuf, la estatua de Henri IV y los pescadores que colgaban de todas las orillas del Sena. Detrás de nosotros quedaba la plaza Dauphine, nervaliana, con olor a follaje y restaurant. Allí vivía el escritor francés Alejo Carpentier, uno de los hombres más neutrales que he conocido. No se atrevía a opinar sobre nada, ni siquiera sobre los nazis que ya se le echaban encima a París como lobos hambrientos.

Desde mi balcón, a la derecha, inclinándose hacia fuera, se alcanzarían a divisar los negros torreones de la Conciergerie. Su gran reloj dorado era para mí el límite final del barri».

(Pablo Neruda, Confieso que he vivido, Seix Barral, 1974).

«Con el alma llena de sangre nobilísima y los oídos de explosiones, he andado por las calles de París y vivido con el grande y humano Pablo Neruda, verdadero ángel para los españoles, en las orillas del Sena, 31, Quai de l’Horloge».

(Rafael Alberti, La arboleda perdida, Seix Barral, 1975).

«Recuerdo cuando en París vivíamos junto al Sena con Rafael Alberti. Sosteníamos con Rafael que nuestra época es la del realismo, la de los poetas gordos.
¡Basta de poetas flacos!, me decía Rafael, con su alegre voz de Cádiz. ¡Ya bastantes flacos tuvieron para el Romanticismo!
Queríamos ser gordos como Balzac y no flacos como Bécquer. En los bajos de nuestra casa había una librería, y allí pegados a la vitrina, estaban todas las obras de Victor Hugo. Al salir nos deteníamos en la ventana y nos medíamos.
¿Hasta dónde mides de ancho?
Hasta Los trabajadores del mar. ¿Y tú?
Yo sólo hasta Notre Dame de Paris».

(Pablo Neruda, Confieso que he vivido, Seix Barral, 1974).

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