Tras haber salido del Sorbon o del Acropole, Gabriel García Márquez, siempre aterrado por los hospitales y la muerte, hacía todo lo posible por no pensar en los edificios de la Facultad de Medicina: tenía que pasar delante de ellos para llegar, por ejemplo, a L’Escale o al Mabillon u otra atracción del Carrefour de l’Odeon. Sin embargo, aunque nunca se habría atrevido a ingresar en el Museo Dupuytren, verdaderamente escalofriante, que también se hallaba en ese recinto conocido como Les Cordeliers, estaba fascinado, al igual que el Julio Cortázar de Rayuela, por la leyenda del doctor Farabeuf, el famoso cirujano cuya estatua domina el patio central de la Escuela de Medicina.
Curiosamente, años después, el autor mexicano Salvador Elizondo, padre de la esposa de Gonzalo, el hijo menor de Gabriel García Márquez, escribiría una novela experimental, Farabeuf o la crónica de un instante, que tendría y aún tiene mucha influencia, y combinaría el montaje cinematográfico con el erotismo, las prácticas quirúrgicas del doctor Farabeuf y los suplicios chinos mencionados por Georges Bataille y por Cortázar en el capítulo 14 de su famosa novela.
«Hay miradas que pesan sobre la conciencia. Es curioso sentir el peso que puede tener una mirada. Es curioso comprobar cómo el afán de retener un recuerdo es más potente y más sensible que el nitrato de plata extendido cuidadosamente sobre una placa de vidrio y expuesto durante una fracción de segundo a la luz que penetra a través de una combinación más o menos complicada de prismas. Esa luz se concreta, como la del recuerdo, para siempre en la imagen de un momento».
Salvador Elizondo, Farabeuf (México, Joaquín Mortiz, 1965).