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Una de las mejores descripciones de los paseos dominicales de París nos la regala Jorge Edwards en una hermosa viñeta de los domingos en la Rue de Montorgueil:
«La callejuela de Montorgueil, dedicada por entero a negocios de alimentación, sale del sector del antiguo mercado, Les Halles, algo que Émile Zola bautizó en una de sus novelas como «el vientre de París». Es un rinconcillo apacible, dice don Alfonso [Reyes]. En los tiempos actuales no es tan apacible, pero conserva su decorado del siglo XIX, sus cortinas bordadas, sus maderas oscuras, sus bronces lustrosos y su vajilla noble. Ha caído en la debilidad de ofrecer una fórmula para turistas, vale decir, un menú fijo, con dos o tres platos para elegir, con el vino y el café incluidos, a un precio más bien alto, pero posible. Según [Alfonso] Reyes, son famosas sus endivias flamencas, algo amargas, y que combinan bien con un tinto de cuerpo. También sus trufas al champaña, sus setas, y, desde luego, sus caracoles. Pero la calle entera es un monumento a los grandes productos naturales, a los mejores quesos del mundo, a las profundas bodegas de vino, a tiendas orientales atiborradas de sacos de frutos secos variados, de pasas, de dátiles, a pastelerías y panaderías de calidad superior. El que no ha perdido su tiempo durante horas en la Rue de Montorgueil, de preferencia un domingo en la mañana, ha dejado en el desvío una experiencia única de cocina, de vinos, de soberbios despliegues de quesos y de pasteles, de alegría colectiva. No hay nada que hacer. No es algo que pueda ser reemplazado. Y no es una cuestión de dinero. En la Rue de Montorgueil hay para todos los gustos y para todos los bolsillos. Y si uno es un pordiosero, un perfecto desheredado, puede instalarse en la primera esquina, en el lado de arriba, y compartir los vinos y las suculentas marraquetas del conjunto de harapientos, de clotchards, más felices y más ingeniosos de toda la ciudad.
(«Memorias alfonsinas» en Diálogos en un tejado, pp. 186-187)
