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Las huellas de la cultura en español

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Montparnasse
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Con el fin de librarse de la bohemia en la que vivía sumergido en Santiago de Chile, sin verdaderas perspectivas, a pesar de su aura temprana de poeta único tras publicar Veinte poemas de amor y una canción desesperada, logró a los veintitrés años que lo nombraran cónsul de Chile en Rangún, capital de Birmania. Se embarcó en Buenos Aires, en 1927, rumbo a Lisboa, desde allí cruzaría a Madrid y luego a París donde pasaría cinco días deslumbrantes en el barrio Montparnasse bajo la ebullición desatada de las vanguardias y posvanguardias de los años veinte, antes de seguir rumbo al puerto de Marsella, y al Oriente.

Aún quedaban tangos en el suelo,
alfileres de iglesia colombiana,
anteojos y dientes japoneses,
tomates uruguayos,
algún cadáver flaco de chileno,
todo iba a ser barrido,
lavado por inmensas lavanderas,
todo terminaría para siempre:
exquisita ceniza para los ahogados
que ondulaban en forma incomprensible
en el olvido natural del Sena.

(Pablo Neruda, Memorial de Isla Negra, Editorial Losada 1964).

«Desaparecíamos entre la multitud humeante de Montparnasse, entre brasileños, argentinos, chilenos. Aún no soñaban en aparecer los venezolanos, sepultados entonces bajo el reino de Gómez. Y más allá los primeros hindúes con sus trajes talares. Y mi vecina de mesa con su culebrita enrollada al cuello, que tomaba con melancólica lentitud un café crème. Nuestra colonia sudamericana bebía cognac, esperando la menor oportunidad para armar alguna colosal trifulca y pegarse con medio mundo.
Para nosotros, bohemios provincianos de la América del Sur, París, Francia, Europa, eran doscientos metros y dos esquinas: Montparnasse, La Rotonde, Le Dome, La Coupole y tres o cuatro cafés más».

(Pablo Neruda, Confieso que he vivido, Seix Barral, 1974).

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