Compartir 
Una de las fotografías más emblemáticas de Ribeyro en París lo muestra subiendo, sonriente y con las manos dentro de la gabardina, por una de las callejuelas que da al cementerio Père Lachaise. La soledad del recinto no tenía nada de tétrica sino que, por el contrario, le permitía recogerse o meditar recorriendo sus avenidas arboladas.
Alida de Ribeyro, su esposa, nos comentó que estas amenas caminatas fueron interrumpidas cuando descubrió la presencia de los hornos crematorios: «Yo le dije a mí me gustaría que me cremen cuando me muera y él me dijo tú no sabes cómo suenan los huesos cuando se están cremando (risas). Sonaban pac, pac, pac. Julio Ramón estaba feliz porque podía visitar sus tumbas, la arquitectura, sus cosas»((Entrevista en casa suya del 09/08/12)
«Vivo desde hace quince meses a media cuadra del cementerio de Père Lachaise y sólo hoy, domingo soleado y ventoso, se me ocurre recorrer los cincuenta metros que me separan de la entrada de la rue de la Réunion. Deslumbrado. Un portero me entrega por un franco un planito y se me señalada con el dedo las tumbas de Balzac, Molière, Chopin, Edith Piaf, etc. Al poco rato renuncio a buscar sepulturas ilustres y prefiero perderme por los caminillos estrechos que bordean los mausoleos. Paz. Descubro a una vieja sentada en una tumba, tejiendo. Leo inscripciones: «Acuérdate de que eres polvo y en polvo de convertirás». Mucho retratos en las tumbas de mujeres sonríen, sobre frases como «A mi querida mamá», «A mi querida esposa». Bustos de viejos mostachudos. Apellidos judíos por doquier. En la tumba de Edith Piaf, que encuentro al azar, no hay nadie. Un moscardón me pica en el cuello. El cielo se nubla y silban los árboles agitados por el viento. Senderos y tumbas. Me extravío. Me aburro entre tanto cadáver. Salgo al fin, tranquilo, pero con la saliva espesa, la boca llena de un sabor a muerto.
(La tentación del fracaso, 07/06/64, Barcelona, Seix Barral, 2003, p.282)
