Como buen exquisito del fetichismo literario, Jorge Edwards visita con frecuencia las tumbas y viviendas de sus autores favoritos, pero en París aprovechó la vecindad del cementerio de Montparnasse para cumplimentar a Baudelaire:
«Viajé de Praga a París en los últimos días de febrero de 1968 y me instalé en un pequeño departamento de la Rue Boissonade, cerca de Raspail, de Edgar Quinet, de los muros del cementerio de Montparnasse. Me paseaba de vez en cuando por las alamedas del camposanto, donde las emanaciones de fósforo, las que producen en la noche los fuegos fatuos, tenían quizás un valor de vitamina para el cerebro (así lo había leído, a propósito de este mismo lugar, en un texto de August Strindberg), y solía visitar la tumba de Baudelaire, enterrado debajo de su madre y de su padrastro, el general Aupick, ex embajador ante la Puerta Otomana, como rezaba pomposamente su lápida, que después de la pareja Aupick se limita a consignar: «y su hijo Charles Baudelaire».
(Adiós, poeta, p. 177)